Antes quiero aclarar que todas las publicaciones en
mi blog son parte de mis estudios, por ello ejerzo la libertad de subrayar
aquello que me parece relevante. Entonces, todo lo resaltado en negrita en el
siguiente artículo, lo considero fundamental. Material para aprehenderlo;
usando términos de la disciplina filosófica, hoy en día fuera de uso, llamada
epistemología, cuyo significado va más allá del simple acto de conocer; aprehender
un objeto de estudio implica hacerlo suyo e internalizarlo: deconstruirlo y volver
a reconstruirlo logrando una síntesis única del individuo que se apropia de ese
objeto, siendo capaz de explicarlo con sus propias palabras. De eso se trata para
mi todo este intento de conocer nuestra cultura gastronómica. Poder llegar al fondo
de todo, acercarme lo más que se pueda, para poder construir mi propio lenguaje
como cocinero y cultor de la gastronomía venezolana, así me encuentre en mi
propio país como en cualquier punto de este hermoso planeta.
Sin más que añadir, y espero que dicha transcripción sea de mucha utilidad para todos aquellos que cultivan, constantemente, el conocimiento sobre la cultura gastronómica venezolana. ¡Qué lo disfruten y buen provecho!
Título
del libro: LAS RAZONES DEL GUSTO Y OTROS TEXTOS DE LA LITERATURA GASTRONÓMICA.
Compilador Karl Krispin.
Título del artículo: APERITIVO NACIONAL, por Karl Krispin.
En un momento de Vera o los nihilistas,
Oscar Wilde hace exclamar a uno de sus protagonistas: “El futuro de la cultura
está en la cocina. La única inmortalidad a la que aspiro es la de inventar una
nueva salsa”. Sociedades enteras se han disputado, como en el origen de
las especies, el origen de los platillos. Los franceses pontifican que
la mayonesa es hechura del duque de Richelieu mientras los españoles porfían
que ha nacido en la isla de Mahón. Ni se diga de los atajaperros seculares
entre peruanos y chilenos sobre el pizco. Respecto de aquella noción del
personaje de Wilde con la ironía que lo caracterizaba, sonaría muy humorística
en la época victoriana pero hoy en día teniendo en cuenta la efervescencia
social que vienen ocupando los temas gastronómicos, más que una aspiración
parece convertirse en un predicamento. Hace algunos años una editorial me llamó
para saber si yo estaba dispuesto a presentar un libro de cocina. Aquel texto
no era más que un escueto recetario y a falta de justificación y de historia
adicional y nacional para la ruta hacia esos platillos, me negué a hacerlo. Porque
una de las cosas que tenemos que promover alrededor del hecho culinario es la
precedencia histórica y la vinculación característica con la sociedad que lo
establece.
La importancia del hecho gastronómico como un
producto cultural es una de las epifanías, sí una epifanía en el sentido de lo
revelado, más contundentes que tenemos cuando atestiguamos la confección para
nuestros estómagos. El poeta argentino Oliverio Girondo escribía sobre
“estómagos eclécticos”, producto de muchos aluviones que sinceran una
personalidad y un modo de ser. Conocer de qué manera estamos ligados por la
vía de nuestra ingesta a una comunidad es un mecanismo directo para resolver
nuestra identidad. Muchos pensarán que el tema resulta infructuoso en la
sociedad globalizada donde tendemos planetariamente a desarrollar el esquema
más o menos similar del parecido terrícola. Quienes asumen esta postura
celebran la macdonalización del orbe o el imperio franquiciado del sushi, que
su buena historia posee como relata Junichiro Tanizaki en “El elogio de la sombra”.
Parte de los escollos con que nos hemos topado a lo largo de la historia han
sido justamente no vernos en el espejo cultural que es el reflejo inequívoco de
lo que somos. Y la culinaria pasa idénticamente por este proceso.
Pongamos un ejemplo fácil y a la mano: la
expresión castellana, “A todo cochino le llega su sábado”, de dónde viene y a
qué obedece. Como sabemos, el cochino es una de las carnes más apetecidas de la
cocina cristiana de occidente. El hecho de comerlo y sacrificarlo el día sábado,
se realizaba para afirmar la cristiandad frente al judío y al moro, que no lo
ingieren y que además en el caso de los hebreos se trataba de su día sagrado,
el shabath. El pan de jamón que adquirimos con premura en los días de
Navidad para sacramentar nuestra mesa decembrina no es un producto raigalmente
venezolano: es un invento de panaderías popularizado por la panadería
portuguesa, con lo cual se convierte en un magnífico aditamento del hecho mismo
de la inmigración europea a nuestro país que constituye junto a la explotación
petrolera la única y verdadera revolución que se dio en el siglo XX venezolano.
Otro ejemplo de nuestra cultura del comer, ahora un tanto perdido entre las
brumas de nuestra agitada sociedad, es que la invitación tradicional que se realizaba
normalmente en la ciudad de Caracas era al almuerzo antes que, a la comida,
ahora ecuménicamente llamada cena. ¿Por qué? Me temo que su razón de ser se
debía a que era mucho más fácil realizarlo teniendo la luz del día en una
ciudad que carecía de luz eléctrica. Lo que se preparaba para el almuerzo conllevaba
a que las sobras se pudiesen reciclar para la noche o el día siguiente como era
el caso de las caraotas negras refritas.
Las primeras referencias al mundo gastronómico
venezolano son de muy vieja data, pero escasas. Quienes primero escribieron
sobre lo que se comía en esta comarca fueron los cronistas de Indias, los que
trajeron el Imperio a lo que sería América como el padre Bartolomé de las Casas,
pero es la fijación en los productos que forman parte de la dieta del indígena. En
términos culinarios, América y Europa establecieron una calle de ida y vuelta:
lo europeo se transformó en mestizaje y lo americano creo una hibridización con
lo europeo en Europa o creo sus propias novedades como las que adelantaron la
papa, el tomate o el chocolate por tomar tres de los grandes y emblemáticos
productos americanos. ¿Podemos imaginarnos una torta de fresas sin América
en un café vienes o el brillo espirituoso de un vaso de vodka sin América en
una taberna de San Petersburgo? La gastronomía americana y en particular la
venezolana se va gestando en los siglos de avance del Imperio, pero nunca será
un calco de la comida española: todo lo contrario, será una comida de encuentro
que tomará como verdaderamente canónico el modo de cocción española con los
ingredientes americanos o venezolanos. Es un hecho que ni siquiera podemos
hablar de una cocina española, sino de una mesa castellana, andaluza, catalana,
gallega y vasca. La variedad española hizo las Américas e insisto que se
impusieron los fogones, cazuelas y modos de preparación, pero el ingrediente
fue notablemente venezolano. De Venezuela podemos abundar que tampoco existe
una comida venezolana: existe la caraqueña, con una peculiaridad muy propia
como comida de síntesis de lo hispano, lo caribeño, y la cocina del inmigrante
que viene llegando al país y se va quedando. Hay una expresión risible
de algunas voces de la contemporaneidad cuando hablan de un concepto tan
peregrino como la cocina mantuana, como si en Francia pudiésemos
pontificar, valga el caso, de la cocina aristocrática cosa que en Francia sí
que sería plausible. El siglo que amalgama la cocina caraqueña, que le da
carácter y entidad es la segunda mitad del siglo XIX cuando la inmigración que
viene al país realiza lo que finalmente sería la reunión de los cuatro grandes
sabores de la cocina caraqueña: dulce, agrio, picante y salado. En honor a
la verdad, según relatan Núñez de Cáceres y Luis Razzeti en sus ensayos sobre
los usos y modos de comer en Caracas (ensayos recogidos en el libro La historia
de la alimentación en Venezuela del profesor José Rafael Lovera y que hemos
reproducido igualmente en esta publicación) en Caracas era lo común
el desaseo y la mala comida y los grandes platillos o la gran mesa sólo era
posible en contadas casas de la ciudad con tradición. Se comía en pulperías y
luego en los hoteles. Los restaurantes llegaron entrado el siglo XX. De modo
que es sencillamente poco menos que ridículo que existiese una cocina mantuana
cuando en rigor el rico y el pobre comían desdichadamente ambos, según
escribe con malísima voluntad Núñez de Cáceres. Razzeti señala que hay poca
devoción por la cocina y que son escasas las señoras que cocinen y que sepan
dirigir. Para llevarle la contraria a los mantuanólogos, valga decir que uno de
los platos que se exhiben como trofeo de esa cocción mantuana era la olleta de
gallo que según Núñez de Cáceres era cuestión de mercado y pulpería. Pero esa
cocina caraqueña fue llegando a un concepto que ahora tiene y defiende como
propio lo que ha hecho a algunos autores como Scannone bautizar sus recetas “a
la manera de Caracas”. De igual forma en este panorama nacional, tenemos la
cocina oriental, la larense, la coriana, la llanera, la maracucha, la
guayanesa, la andina, todas con sus características propias y diferenciadas.
Como en el caso de nuestros abuelos españoles de quienes hay que compartimentar
sus ingestas, nos toca realizar lo mismo en esta comarca.
El problema es que no ha abundado la literatura que mire al proceso gastronómico. Lo que han abundado son los recetarios, pero la literatura que marida lo gastronómico como identidad nacional y cultural, no ha existido salvo casos aislados como los de Tulio Febres-Cordero, Aníbal Lisandro Alvarado y algunos pocos más. En el siglo XX, Ramón David León, Graciela Schael Martínez y desde luego lo que llegó a finales de ese mismo siglo con Lovera, Carrera Damas, Fihman, Cartay y de allí a nuestro siglo XXI en que no se crea que estamos tan diferenciados: seguimos hambrientos de esta literatura. Desafortunadamente a lo largo de nuestra historia escritural no han abundado los textos que partiendo de lo gastronómico asuman una explicación de la integralidad de lo venezolano.
En la tradición venezolana, las recetas y los
recetarios constituyen la impronta personal de quien ultima las instrucciones
para algún preparado. Durante muchos años la gastronomía venezolana era una
cuestión de recetarios familiares. Los ingleses que dicen haberse
adelantado a casi todo, a pesar de que como señala Mary Fischer, “los romanos
dejaron muchas vías en Britannia, pero pocas recetas”, argumentan haber
compuesto el primer recetario como publicado la primera enciclopedia. Este
compendio de recetas es del rey Ricardo II, un monarca débil del siglo XIV a
quien Shakespeare retrata en unas de sus tragedias históricas. Los catalanes
afirman haber realizado el primer recetario de la península, El Llibre de
Sent Soví, coincidencialmente el mismo siglo. Los puristas sostienen que
las recetas deben ser respetadas en su ortodoxia. Si así fuese, se continuarían
sirviendo cisnes y serpientes en el celebérrimo La Tour D´Argent en
París de Francia, quizás el 18 primer comedero de fama establecido en la ciudad
luz. Las recetas evolucionan como casi todo. Muchas de ellas queremos
que no cambien como las hallacas, por decir algo. No obstante, hasta existen
las hallacas vegetarianas y quienes se aventuran en estas rutas heterodoxas. El
inmovilismo de cualquier forma, por encima de cualquier nostalgia, es una
actitud muy poco recomendable, de modo que seguimos cabalgando y con los
perros que nos ladran.
El tema de las recetas en nuestro país fue visto
con mucho celo. Había siempre unas tías solteronas que se
llevaban el secreto de su ponche o de la olleta de gallo a la tumba y cuando lo
medio decían era de modo oral guardándose un arma secreta que no aclaraban. La
sociedad moderna ha derrumbado esos mitos con la revolución de la información
y no hay receta alguna en este trajinado mundo que no se ofrezca en alguno de
los recodos del ciberespacio. El asunto tiene ante todo que ver con la destreza
del oficiante y el poder de su magia: de allí que haya mejores mesas que otras
a despecho de una idéntica receta. En la Venezuela actual, por
circunscribirnos a la aldea local, hay un creciente entusiasmo por la
gastronomía. Agua tibia que nadie está descubriendo. Ese tema tiene sus
tendencias que de alguna forma se dividirían en un interés por la
gastronomía en sí, en donde cabe todo lo que se imagine, y un interés por la
gastronomía venezolana. Huelga decir que la feligresía del primero es más
numerosa y la del segundo un tanto más modesta. He garabateado en otro ensayo
que la profesión de chef es apetecida vocacionalmente por legiones enteras de
bachilleres. Parece ser tan codiciada como la del cirujano plástico o el abogado
corporativo. Todos quieren patentar su invento individual, su personalísimo
preparado y alcanzar una utopía privada al menos entre los fogones. Anthony
Bourdain alecciona y demuestra que la carrera de la cocina es dura, muy dura,
no apta para quinceañeras soñadoras. Los delantales que lucen blancos e
inmaculados tienen toda una historia de grasas y arrebatos. Hace medio siglo si
un joven bachiller les hubiese comunicado a sus padres que seguiría los
estudios gastronómicos habría sido mirado como candidato para el diván de un
psiquiatra. Hoy, toda familia se ufana de contar entre sus filas con un
cocinero o candidato a chef. Chef por cierto es quien dirige la cocina de un
comedero. En consecuencia, no todos son chefs. Los grandes chefs
adicionalmente son exégetas de una propuesta cultural que disponen sobre
nuestros platos. Una receta y el platillo a que nos conduce no es más que la
historia de un pueblo servida sobre sus manteles. En el segmento lego de la
cuestión, cabría el regaño del profesor Lovera, que acusa a quemarropa a
los no especialistas. Quienes se dicen chefs sin serlo no pasan de la
impostura.
En el mundo más especializado, el de los cocineros
e investigadores, la tendencia local y universal se une con cierta y eventual
armonía. Y es que, ¿cómo podemos conocer la gastronomía del mundo, digamos,
si se desconoce la nuestra? Un cocinero debe formarse integralmente.
En esa estructuración epistemológica no puede descuidarse el acercamiento y
contacto con el patio local. Un cocinero venezolano antes de jugar a ser
Hesther Blumenthal, Santi Santamaría o Ferrán Adriá (prefiero por cuadras al
segundo y que Dios lo tenga en su gloria y a cargo de la cocina del Paraíso) ha
de abarcar lo suyo. No se puede salir a recorrer mundo si previamente
desconocemos el suelo que pisamos, la geografía que nos define la nacionalidad.
Y aquí no estamos jugando al tablero nacionalista, pero resulta poco menos que
inconcebible navegar mares internacionales sin cabotear[1]
previamente nuestras aguas territoriales. Es el mismo caso del que sabe con
precisión cómo patear las calles del Upper East Side de New York, pero
nunca ha recorrido siquiera los lugares emblemáticos del centro de nuestra
capital.
Contradictorio, sí. Pero las contradicciones abundan en esta comarca de
devoradores de serpientes y fanáticos de McDonald’s[2].
Vemos con bastante frecuencia publicaciones que
responden al rocambolesco título de la “Cocina de menganita” o los “Platos de
sutanito”, jalonadas de recetas, con una pequeña introducción de ínfimas
consideraciones que ni rozan lo memorable, en cuanto acopio de orígenes. Es
decir, si preparo un platillo debería al menos concederle al lector las
rutas de su proveniencia, por lo menos para los que asumimos la cocina como un
hecho indiscutiblemente cultural y producto de una historia que la precede.
No suele ser el caso. Una particular tendencia de algunos cocineros de la
comarca, aun los profesionales, suele ser dispararse en volandillas hacia el
laboratorio de la cocina molecular o vicariamente la de autor sin haber cursado
previamente el año o los años lectivos de la cocina venezolana. Y muchos de
estas voluntades adolecen precisamente de la falta de esa mirada concreta y de
encuentro con lo venezolano. Me temo que en la época en que creímos haber
sido una nación próspera, en los tiempos en que confundimos el bolsillo con la
riqueza, donde la importación era más apreciada que la exportación y justificar
lo extranjero operaba para ocultar lo nacional, hubo un desdén hacia lo
nuestro y sonaba más golosamente gutural graduarse de Cordon Bleu y
ultimar un pato trufado que vérselas con una polenta criolla o una polvorosa.
Sin mencionar el olímpico desconocimiento por nuestra génesis y variables
gastronómicas.
Luego del llamado “Viernes Negro”
comenzamos a mirarnos hacia adentro en nuestro país y dada la carestía de
productos extranjeros porque escaseaban las divisas para ellos, la
gastronomía local fue reivindicada y se desató el interés por nuestras hechuras
nacionales. Ello coincidirá posteriormente con el lanzamiento de “Mi
cocina a la manera de Caracas” de don Armando Scannone que establece una
suerte de Anno Domini en nuestro calendario estomacal nacional al igual
que el establecimiento del CEGA por José Rafael Lovera y la fundación de la
Academia Venezolana de Gastronomía. En ese tiempo en que no nos quedó otro
remedio que poner a un lado nuestras ínfulas de riqueza, mantuvimos al menos
como consuelo el cosmopolitismo del que alguna vez nos ufanamos lo que nos hizo
revisitar nuestra cocina venezolana con una mayor exigencia y paladar. Sin
recalar en las costas del chauvinismo, el venezolano de alguna generación tuvo
una educación más que sentimental de su estómago gracias a un país quimérico y
pujante cuyo futuro siempre fue el presente.
Dime qué comes y te diré cómo eres. Una de las formas para saber lo que somos es entender lo que comemos. El asunto de la identidad, aunque a algunos les parezca un tema clausurado por la globalización, sigue teniendo la importancia debida. A menos que queramos sucumbir al patrón de lo serial y mostrar un número antes que una historia y una pertenencia. Nadie es verdaderamente universal, como suele abusarse conceptualmente en nuestros días de ciudadanos del mundo, si previamente no se ha sido local. Vamos poco a poco, pero con firmeza encontrándonos con nuestras rutas nacionales que comienzan en nuestra boca. En esa operación de deglutir y comer de una forma específica y a la que estamos justificando y comprendiendo culturalmente. A veces da la impresión de que en Venezuela hemos estado llegando tarde a tantas cosas, que el tren de la historia nos ha dejado muchas veces. Curiosamente hasta trenes dejamos de tener. Pero siendo que no hay paradas obligatorias, volvemos a tomar el expreso imaginario y nos dirigimos al encuentro de una clave que nos explique, defina y nos otorgue un certificado de origen. Ese carnet visible es nuestro mundo alimentario como carta de presentación de un proceso de fijación de raíces civilizatorias. La memorable y entusiasta emoción que estamos teniendo por nuestra gastronomía, por celebrar su redescubrimiento, como forma, como origen y coartada cultural, nos lleva en un horario muy nuestro a contar con esa cepa denominada, con la partida de nacimiento expedida en la cocina. Lo que quiere decir que la nación es mucho más apetitosa y digerible con un tenedor y un cuchillo.
[1] Cabotear viene del término Cabotaje, referido a la navegación. Etimológicamente significa navegar de cabo en cabo y probablemente proviene del vocablo francés “caboter” que se refiere a la navegación realizada entre cabos (o de cabo a cabo), ya que esta es la enfilación que toma el patrón como siguiente punto a sortear en la línea de costa durante la navegación hacia un destino remoto. https://es.wikipedia.org/wiki/Cabotaje
[2] Me
permito disentir en este punto con el señor Karl Krispin; y asumo que mi reflexión
puede ser un derrotero que va en paralelo a su sentencia y no que no esté ajustado a su significado. Como cocinero venezolano me he formado, casi como
autodidacta, en lo relacionado al conocimiento de la gastronomía venezolana.
Sin embargo, un joven forzado a emigrar debido a la precaria realidad política,
económica, social, cultural y, hasta, antropológica de Venezuela, que no ha
tenido el tiempo vital suficiente para “navegar cabo a cabo” por nuestra
identidad cultural y gastronómica, no por eso su vocación como cocinero en
otras tierras se convierta en un acto “inconcebible”. Seguramente vivirá una
adaptación o naturalización en aquella cultura donde decidida vivir, y hasta
puede que logre crear su propio lenguaje culinario, con influjo de la cocina
venezolana, pues la llevará registrada en su memoria gustativa: olores,
sabores, colores, especias, etc. Me cuesta imaginar, en aquel primer momento de
eclosión culinaria durante la Colonia, que los colonos sujetos del fogón trajeran
consigo un conocimiento exhaustivo de su identidad cultural, con recetarios y
métodos específicos para reproducir platos y poder combinarlos y adaptarlos perfectamente
a nuestra geografía. Y a pesar de ello, se dio la fusión o el sincretismo que
nos permite abordar nuestra identidad culinaria, hoy en día. Pienso que el acto
de cocinar es algo que viene aprehendido en la memoria inconsciente del ser
humano, asociada directamente a su memoria gustativa, que muy probablemente
esté navegando en el subconsciente. Saber cocinar y reproducir magistralmente
un plato de tu localidad, no es sólo un asunto de conocimiento, también es una
cuestión que pertenece a la herencia, a los genes que llevan en sí el registro
del olor y el sabor del plato que elaboras y presentas. Para bien o para mal de
nuestra cultura gastronómica, la juventud que emigra tempranamente está
destinada a llevar, de una u otra manera, como aquel que viaja ligero de
equipaje, su poco arraigo a otras latitudes, y desde allí, si su vocación como
cocinero es auténtica, surgirán otras cocinas, otros platos, con ADN de nuestra
gastronomía venezolana. Apuesto por ello.
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