El Merengón
Mi primera
infancia transcurrió entre fogones de leña, horno de barro, budares, canarines,
agua de quebrada, conuco de maíz, yuca y caña de azúcar. Mi mente conserva
imágenes de utensilios rudimentarios y hasta primitivos como el sebucán, el
pilón, la máquina de moler, todos para procesar los frutos cultivados en suelo
del conuco.
El jugo de
la caña de azúcar era uno de mis favoritos. Desde muy niño escuché a los
mayores decir que de allí venía el papelón y el azúcar con la que endulzaban el
café. Puede parecer increíble, pero había algo que prematuramente trataba de
entender: cómo aquel jugo dulce y turbio, parecido al agua revuelta de la
quebrada, podía ser el polvo blanco y fino que mi abuela le echaba a los huevos
en la cocina.

Los cocinaba en un horno de barro
que ella misma fabricó en el patio de la casa. Mi abuela estaba muy ocupada
cuando hacía suspiros: iba a la sabana a recoger leña para el horno, luego al
gallinero para retirar los huevos frescos, y todavía tibios, del nido de las
gallinas. En la cocina tomaba un cuenco pesado de peltre blanco, un batidor de
alambre y una cuchara. Partía uno por uno los huevos, les daba un golpe con una
cuchara y con la punta de los dedos los separaba y no dejaba caer aquella
pelotica amarilla que estaba dentro del huevo; solo la clara caía en el fondo
del cuenco, un liquido espeso y transparente. Después con una cuchara empezaba
a echar el polvo blanco y fino llamado azúcar (aquel que venía del jugo de la
caña). Con un batidor de alambre comenzaba a batir y a batir, con fuerza,
mientras poco a poco agregaba cucharadas de azúcar, una tras otra hasta que
lograban una espuma espesa, suave y dulce. Era un trabajo de dos mujeres pues
mientras mi abuela batía mamá agarraba bien el cuenco; mi abuela y mamá sudaban,
pero a la vez se reían mucho. De pronto como si estuvieran muy apuradas pasaban
a echar sobre una bandeja de metal pequeñas porciones de aquella espuma blanca,
corrían al patio y metían la bandeja en el horno de barro que estaba caliente
por el fuego de los tizones. Pasaba un rato, volvían al horno y sacaban la
bandeja con de unas cositas blancas que habían crecido y eran duritas por
fuera. Era un momento maravilloso, mágico que mis ojos contemplaban, lleno de
emoción y ansioso porque me dieran a comer uno. Había que esperar que se enfriaran
y entonces nos daban los suspiros a los pequeños primero. Qué momento tan
especial, recuerdo perfectamente como aquellos suspiros de mi abuela tenían la
corteza durita y crujiente por fuera y por adentro estaban jugosos, suaves y dulces
como el melao de papelón o como la miel de las abejas.
Han pasado
muchos años y ahora yo estoy frente al fogón. Hoy en día entiendo perfectamente
la relación estrecha que hay entre esos suspiros de mi abuela y los merengones
que por primera vez probé de Elena Iturriza, mi compañera y madre de mis dos
hijos Lorenzo y Rodrigo.
Igual que mi abuela, ella elabora merengues con la
técnica francesa la cual consiste, básicamente, en ir agregando poco a poco
cucharadas de azúcar, y batir a alta velocidad en una batidora las claras de
huevo junto con el azúcar. Luego que se alcanza el punto de nieve deseado se
coloca la mezcla sobre un papel de aluminio engrasado, se entiende un poco con
la paleta repostera, no mucho, debe quedar ancho y grueso, luego se lleva al
horno bien caliente, se espera como unos 35 minutos y se obtienen unos súper
suspiros o merengues grandes, con la corteza firme y crujiente por fuera y por
adentro cremosos, húmedos, dulces como un panal de abeja.
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