Semana Santa en Ciudad Guayana


Hace 25 años partí de Ciudad Guayana; un cuarto de siglo de ausencia. Hoy soy papá y cocinero y lo hecho con mi vida se ha sazonado con todas las impresiones naturales, afectivas, materiales y espirituales que dejaron en mí la tierra de Guayana, su gente y mi familia.

Los ríos, los peces, rayas y tembladores, las terecayas que toman sol sobre las piedras en la laguna. La gallina criolla, la piroca, la guinea, los gallos, gavilanes y los matos de agua que se comen los huevos de las gallinas. Las potoquitas con sus nidos en la sabana y las tijeretas que planean y cortan con su cola el cielo, parecen alegres porque vienen las nubes cargadas de agua. El corral, las vacas, los toros, los caballos, las yeguas, los becerros, los potros y los cochinos en sus cochineras ocupados con su apetito insaciable, ajenos a su sacrificio dicembrino. Los perros para cazar, el venado, el tigre, el oso hormiguero, la danta, la lapa, el cachicamo, el morrocoy y el acure. Las serpientes cascabel y la cuaima piña agazapadas, que matan a los perros cazadores y a los hombres también. La tala y la quema de un pedazo de la montaña, el conuco, la siembra y la cosecha. La lluvia que se invoca como si se llamara al amor; y la necesaria sequía, temida si se queda por mucho rato. El calor sofocante que abraza las casas de bahareque cuyo esqueleto son palos cortados y traídos de la montaña. La leche de vaca cruda recién ordeñada, el maíz jojoto acabado de moler que da cachapa y mazamorra, los mangos y el carato, la patilla y su jugo que refresca el cuerpo caliente y sudoroso por tanta humedad. Las sabanas llenas de mantecos, chaparros, mereyes, almendrones y guayabita sabanera y las noches oscuras atestadas de estrellas, de zumbidos de insectos y del rugir escalofriante y perturbador de los araguatos. …

Todo eso y mucho más es alimento vital de hombres, mujeres y niños campesinos, y lo fue para mí durante mi primera infancia. Ni siquiera mis padres que estaban cerca se dieron cuenta cómo fue sacudida mi sensibilidad en el momento en que nos mudamos del campo a la ciudad. Una ciudad de hierro que parecía estar vestida con traje de acero. Me sentí perdido. Un día semejaba ser becerro, potro, venadito, parecía que estaba hecho de maíz, de yuca, de mango, de merey y de guayabita sabanera. Pero otro día fui forzado a aprender a ser de asfalto, de cemento, de aluminio, de hierro o de acero. Atrás quedaron las noches llenas de estrellas y cocuyos. Un nuevo cielo nocturno, gris, lleno de cables, postes y luces me impedía mirar al espacio oscuro, infinito y misterioso.


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